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I. Los mayas cuentan que hubo una época en la cual la piel del ciervo era distinta a como hoy la conocemos. En ese tiempo, tenía un color muy claro, por eso el ciervo podía verse con mucha facilidad desde cualquier parte del monte. Gracias a ello, era presa fácil para los cazadores, quienes apreciaban mucho el sabor de su carne y la resistencia de su piel, que usaban en la construcción de escudos para los guerreros. Por esas razones, el ciervo era muy perseguido y estuvo a punto de desaparecer.
II. Pero un día, un pequeño ciervo bebía agua cuando escuchó voces extrañas; vio que era un grupo de cazadores que disparaban sus flechas contra él. Muy asustado, el cervatillo corrió tan rápido como se lo permitían sus patas, pero sus perseguidores casi lo atrapaban. Justo cuando una flecha iba a herirlo, resbaló y cayó dentro de una cueva oculta por matorrales. En esta cueva vivían tres genios buenos. Compadecidos por el sufrimiento del animal, los genios aliviaron sus heridas y le permitieron esconderse unos días. El cervatillo estaba muy agradecido y no se cansaba de lamer las manos de sus protectores, así que los genios le tomaron cariño. En unos días, el animal se curó y ya podía irse de la cueva. Se despidió de los tres genios, pero antes de que se fuera, uno de ellos le dijo que podía pedirles lo que más deseara. El cervatillo lo pensó un rato y después les dijo con seriedad que lo que más deseaba era que los ciervos estuvieran protegidos de los hombres.
III. Entonces los genios lo acompañaron fuera de la cueva. Uno de ellos tomó un poco de tierra y la echó sobre la piel del ciervo, al mismo tiempo que otro de ellos le pidió al sol que sus rayos cambiaran de color al animal. Poco a poco, la piel del cervatillo dejó de ser clara y se llenó de manchas, hasta que tuvo el mismo tono que la tierra de aquel lugar. En ese momento, el tercer genio dijo que a partir de aquel día la piel de los ciervos tendría el color de su tierra y con ella sería confundida. Así los ciervos se ocultarían de los cazadores, pero si un día estaban en peligro, podrían entrar a lo más profundo de las cuevas, allí nadie los encontraría.
IV. El cervatillo agradeció a los genios el favor que le hicieron y corrió a darles la noticia a sus compañeros. Desde ese día, la piel del ciervo representa el color de la tierra y las manchas que la cubren son como la entrada de las cuevas. Todavía hoy, los ciervos sienten gratitud hacia los genios, pues por el don que les dieron muchos de ellos lograron escapar de los cazadores y todavía habitan la tierra de los mayas.

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Compadecidos por el sufrimiento del animal, ...
I. Los mayas cuentan que hubo una época en la cual la piel del ciervo era distinta a como hoy la conocemos. En ese tiempo, tenía un color muy claro, por eso el ciervo podía verse con mucha facilidad desde cualquier parte del monte. Gracias a ello, era presa fácil para los cazadores, quienes apreciaban mucho el sabor de su carne y la resistencia de su piel, que usaban en la construcción de escudos para los guerreros. Por esas razones, el ciervo era muy perseguido y estuvo a punto de desaparecer.
II. Pero un día, un pequeño ciervo bebía agua cuando escuchó voces extrañas; vio que era un grupo de cazadores que disparaban sus flechas contra él. Muy asustado, el cervatillo corrió tan rápido como se lo permitían sus patas, pero sus perseguidores casi lo atrapaban. Justo cuando una flecha iba a herirlo, resbaló y cayó dentro de una cueva oculta por matorrales. En esta cueva vivían tres genios buenos. Compadecidos por el sufrimiento del animal, los genios aliviaron sus heridas y le permitieron esconderse unos días. El cervatillo estaba muy agradecido y no se cansaba de lamer las manos de sus protectores, así que los genios le tomaron cariño. En unos días, el animal se curó y ya podía irse de la cueva. Se despidió de los tres genios, pero antes de que se fuera, uno de ellos le dijo que podía pedirles lo que más deseara. El cervatillo lo pensó un rato y después les dijo con seriedad que lo que más deseaba era que los ciervos estuvieran protegidos de los hombres.
III. Entonces los genios lo acompañaron fuera de la cueva. Uno de ellos tomó un poco de tierra y la echó sobre la piel del ciervo, al mismo tiempo que otro de ellos le pidió al sol que sus rayos cambiaran de color al animal. Poco a poco, la piel del cervatillo dejó de ser clara y se llenó de manchas, hasta que tuvo el mismo tono que la tierra de aquel lugar. En ese momento, el tercer genio dijo que a partir de aquel día la piel de los ciervos tendría el color de su tierra y con ella sería confundida. Así los ciervos se ocultarían de los cazadores, pero si un día estaban en peligro, podrían entrar a lo más profundo de las cuevas, allí nadie los encontraría.
IV. El cervatillo agradeció a los genios el favor que le hicieron y corrió a darles la noticia a sus compañeros. Desde ese día, la piel del ciervo representa el color de la tierra y las manchas que la cubren son como la entrada de las cuevas. Todavía hoy, los ciervos sienten gratitud hacia los genios, pues por el don que les dieron muchos de ellos lograron escapar de los cazadores y todavía habitan la tierra de los mayas.

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Así los ciervos se ocultarían de los cazadores, pero ...
I. Los mayas cuentan que hubo una época en la cual la piel del ciervo era distinta a como hoy la conocemos. En ese tiempo, tenía un color muy claro, por eso el ciervo podía verse con mucha facilidad desde cualquier parte del monte. Gracias a ello, era presa fácil para los cazadores, quienes apreciaban mucho el sabor de su carne y la resistencia de su piel, que usaban en la construcción de escudos para los guerreros. Por esas razones, el ciervo era muy perseguido y estuvo a punto de desaparecer.
II. Pero un día, un pequeño ciervo bebía agua cuando escuchó voces extrañas; vio que era un grupo de cazadores que disparaban sus flechas contra él. Muy asustado, el cervatillo corrió tan rápido como se lo permitían sus patas, pero sus perseguidores casi lo atrapaban. Justo cuando una flecha iba a herirlo, resbaló y cayó dentro de una cueva oculta por matorrales. En esta cueva vivían tres genios buenos. Compadecidos por el sufrimiento del animal, los genios aliviaron sus heridas y le permitieron esconderse unos días. El cervatillo estaba muy agradecido y no se cansaba de lamer las manos de sus protectores, así que los genios le tomaron cariño. En unos días, el animal se curó y ya podía irse de la cueva. Se despidió de los tres genios, pero antes de que se fuera, uno de ellos le dijo que podía pedirles lo que más deseara. El cervatillo lo pensó un rato y después les dijo con seriedad que lo que más deseaba era que los ciervos estuvieran protegidos de los hombres.
III. Entonces los genios lo acompañaron fuera de la cueva. Uno de ellos tomó un poco de tierra y la echó sobre la piel del ciervo, al mismo tiempo que otro de ellos le pidió al sol que sus rayos cambiaran de color al animal. Poco a poco, la piel del cervatillo dejó de ser clara y se llenó de manchas, hasta que tuvo el mismo tono que la tierra de aquel lugar. En ese momento, el tercer genio dijo que a partir de aquel día la piel de los ciervos tendría el color de su tierra y con ella sería confundida. Así los ciervos se ocultarían de los cazadores, pero si un día estaban en peligro, podrían entrar a lo más profundo de las cuevas, allí nadie los encontraría.
IV. El cervatillo agradeció a los genios el favor que le hicieron y corrió a darles la noticia a sus compañeros. Desde ese día, la piel del ciervo representa el color de la tierra y las manchas que la cubren son como la entrada de las cuevas. Todavía hoy, los ciervos sienten gratitud hacia los genios, pues por el don que les dieron muchos de ellos lograron escapar de los cazadores y todavía habitan la tierra de los mayas.

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I. Mi tío Pepe, persona capaz de hacer observaciones, solía decirme moviendo la cabeza: «Fíjate, Ricardito, este perro tuyo tiene tus mismos años. Cuando tú andabas a gatas, él era un cachorrito juguetón; pero ahora, mientras que tú sigues siendo todavía un chiquillo, él ha llegado a ser lo que se dice un viejo caduco, que no puede ni moverse». Y tenía razón el tío Pepe.
II. Con los años, Barbián se había puesto gordísimo, asmático, jadeaba. En fin, daba pena verlo tirado todo el santo día en un rincón o estorbando el paso de la gente. Aguantábamos las molestias, qué hacerle. Había sido un perro muy hermoso y muy bondadoso, un animal magnífico. Barbián era mi perro inseparable desde la cuna. Siempre había oído elogiar la paciencia con que el buenazo de Barbián soportaba las inocentes barbaridades a que lo sometía yo, permitiéndome que le tirase de sus largas orejas peludas, le metiera los dedos por los ojos o me montara encima de su lomo. «Nene, deja en paz a ese animalito - me decían, - que algún día se cansa y va a morderte». Pero yo, en mi inconsciencia infantil, muy seguro debía de estar sin embargo de que mi Barbián no iba a hacerme nada, de que lo toleraría todo de mí. Barbián me seguía como una sombra por las habitaciones, se estaba conmigo tranquilo mientras estudiaba en mi cuarto las lecciones, y cuando salía a la calle, si no podía llevármelo, esperaba mi regreso sentado a la puerta.
III. Podría referir aquí varios ejemplos notables de tan conmovedora conducta, pero me reduciré a un caso que la pone muy de relieve. A casa llegaban el 19 de marzo de cada año, con destino al tío Pepe, bandejas de confituras, artísticamente arregladas. Sentado en un banco de piedra junto al pozo, con los codos sobre las rodillas y las mejillas entre los puños, me sentía yo aburrido. Miraba a Barbián, y Barbián me miraba a mí sin quitarme los ojos de encima. Así rato y rato. Hasta que, de repente, me alcé del banco. El perro, adivinándome las intenciones, me siguió con alegría. Subimos las escaleras sigilosamente y nos dirigimos a la habitación donde yo sabía que debían colocar los dulces.

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I. Mi tío Pepe, persona capaz de hacer observaciones, solía decirme moviendo la cabeza: «Fíjate, Ricardito, este perro tuyo tiene tus mismos años. Cuando tú andabas a gatas, él era un cachorrito juguetón; pero ahora, mientras que tú sigues siendo todavía un chiquillo, él ha llegado a ser lo que se dice un viejo caduco, que no puede ni moverse». Y tenía razón el tío Pepe.
II. Con los años, Barbián se había puesto gordísimo, asmático, jadeaba. En fin, daba pena verlo tirado todo el santo día en un rincón o estorbando el paso de la gente. Aguantábamos las molestias, qué hacerle. Había sido un perro muy hermoso y muy bondadoso, un animal magnífico. Barbián era mi perro inseparable desde la cuna. Siempre había oído elogiar la paciencia con que el buenazo de Barbián soportaba las inocentes barbaridades a que lo sometía yo, permitiéndome que le tirase de sus largas orejas peludas, le metiera los dedos por los ojos o me montara encima de su lomo. «Nene, deja en paz a ese animalito - me decían, - que algún día se cansa y va a morderte». Pero yo, en mi inconsciencia infantil, muy seguro debía de estar sin embargo de que mi Barbián no iba a hacerme nada, de que lo toleraría todo de mí. Barbián me seguía como una sombra por las habitaciones, se estaba conmigo tranquilo mientras estudiaba en mi cuarto las lecciones, y cuando salía a la calle, si no podía llevármelo, esperaba mi regreso sentado a la puerta.
III. Podría referir aquí varios ejemplos notables de tan conmovedora conducta, pero me reduciré a un caso que la pone muy de relieve. A casa llegaban el 19 de marzo de cada año, con destino al tío Pepe, bandejas de confituras, artísticamente arregladas. Sentado en un banco de piedra junto al pozo, con los codos sobre las rodillas y las mejillas entre los puños, me sentía yo aburrido. Miraba a Barbián, y Barbián me miraba a mí sin quitarme los ojos de encima. Así rato y rato. Hasta que, de repente, me alcé del banco. El perro, adivinándome las intenciones, me siguió con alegría. Subimos las escaleras sigilosamente y nos dirigimos a la habitación donde yo sabía que debían colocar los dulces.
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